Nació en el monte. Su madre lo dio a luz agachada en el
mismo medio del conuco. Le llegaron los dolores, mientras arrancaba las raíces
de yuca, que esa misma noche serviría en la cena a su marido. Recién había
llegado del servicio militar, que le había alejado de casa por meses.
—¡Ya era hora! —exclamó, levantando a su hijo en brazos con gran
orgullo.
Anelisa, se sentaba sola en su mecedora, concentrada en sus
pensamientos y los sonidos que le acompañaban en la oscuridad. La noche se
estremecía llena de vida, solo ella estaba tranquila, esperando.
El llanto desesperado de un niño la sacó de su letargo. Se
metió sin pensarlo en el platanal, acudiendo al llamado de su propia naturaleza.
Lo encontró luchando por respirar, sumido entre hojas secas.
Sintió la tibieza del desprendimiento que aun latía, que le
observa desde lejos, que dolía en carne y alma.
Al marido lo hallaron con el alba, yacía al lado del camino que
lo llevaría a la casa, con la cabeza delicadamente envuelta, en una preciosa
manta para bebé.
En su casa, acostada sobre su cama, está una mujer. Entre
mullidas sábanas, busca la posición más cómoda para dormir. Han pasado unas
horas cuando la mujer despierta. Mira el reloj y se da cuenta que ya casi
amanece, son las 5:30. Aún esta oscuro, será una mañana lluviosa, piensa.
Se siente algo mareada. Colocada boca arriba, cierra los
ojos e intenta respirar profundamente. De repente, cae sobre ella un cuerpo. La
mujer, grita desesperadamente mientras intenta quitárselo de encima.
Tras el cuerpo, sigue cayendo toda una lluvia de objetos,
que ni siquiera alcanza a distinguir. Es demasiado el peso, la cama empieza a
crujir.
La mujer se va hundiendo lentamente en el colchón, atraviesa
el suelo dolorosamente, hasta tocar la tierra húmeda y fría. No tiene fuerzas
para resistirse, se abandona en un llanto casi mudo. Todo se ha detenido, y en
el silencio total, siente el suave hilo de unas palabras atravesar su oído.