Nació en el monte. Su madre lo dio a luz agachada en el
mismo medio del conuco. Le llegaron los dolores, mientras arrancaba las raíces
de yuca, que esa misma noche serviría en la cena a su marido. Recién había
llegado del servicio militar, que le había alejado de casa por meses.
—¡Ya era hora! —exclamó, levantando a su hijo en brazos con gran
orgullo.
Anelisa, se sentaba sola en su mecedora, concentrada en sus
pensamientos y los sonidos que le acompañaban en la oscuridad. La noche se
estremecía llena de vida, solo ella estaba tranquila, esperando.
El llanto desesperado de un niño la sacó de su letargo. Se
metió sin pensarlo en el platanal, acudiendo al llamado de su propia naturaleza.
Lo encontró luchando por respirar, sumido entre hojas secas.
Sintió la tibieza del desprendimiento que aun latía, que le
observa desde lejos, que dolía en carne y alma.
Al marido lo hallaron con el alba, yacía al lado del camino que
lo llevaría a la casa, con la cabeza delicadamente envuelta, en una preciosa
manta para bebé.